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domingo, 16 de abril de 2017

La Tierra de Jules Verne


Por: Eduardo Martínez de Pisón*

¡Cuánto escribió Verne! Nunca se acaba de leer y jamás querría acabar de gozar del sabor o del estilo del mundo que deja su lectura. Gracias a su imaginación, conocimientos e infinitas horas de trabajo los demás hemos podido disfrutar, aprender, poseer un universo, unos personajes, unas aventuras y unos paisajes que siempre nos esperan en las bibliotecas. Sin él, nada de esto existiría, ni Nemo ni Strogoff ni los dos años de vacaciones. El mundo sería algo menos.

Este libro en homenaje al geógrafo fabulador y maestro Jules Verne ha sido escrito con calma, saboreando cada lugar, cada isla, desierto, océano, selva, volcán o polo. Paso a paso, aventura a aventura, paisaje a paisaje, evocación a evocación, con la lentitud apropiada al ritmo de la naturaleza y con la emoción de la tempestad. El autor de este ensayo se ha detenido gustoso en los cuadros de la naturaleza descritos por Verne, ha asistido paciente (o palpitante) al desenlace de las peripecias de los personajes, ha estado presente en las erupciones de volcanes que no existen y bajado ríos interminables entre caimanes de papel. Tras recorrido tan extenso, cientos de páginas no equivalentes a kilómetros, cree haber viajado por un mundo a la vez real y paralelo (la vuelta al mundo en ochenta novelas) y, al final, es como si hubiera regresado de una expedición compuesta por incontables expediciones encadenadas. Tengo aún presentes el aroma del trópico, el viento austral, el horizonte ocre del Sahara, el esmeralda profundo del corazón de la selva, la ventisca ártica, toda una geografía escrita sobre un planeta que existe en el sistema solar y sobre todo en la invención que los hombres somos capaces de regalarnos, pero en el que también me reconozco. Soy, claro está, de esta Tierra tangible, pero también me siento parte del fantástico planeta Verne, porque no sólo de territorio duro está hecho el hombre.

El geógrafo Eric Dardel, igualmente francés –recuperado hace poco en Biblioteca Nueva–, escribía en 1952 algo que me gustaría extender a Verne: “en el Occidente del siglo XIX, el desarrollo de la ciencia geográfica fue una de las manifestaciones características del espíritu de la modernidad [...]. Conocer lo ignoto, alcanzar lo inaccesible: la inquietud geográfica precede y conduce a la ciencia objetiva [...] Se comprende que [...] los grandes navegantes mezclasen a menudo la ficción con la realidad [...]. No se puede despojar de la historia de la exploración este descubrimiento maravillado de la Tierra, en el que lo fantástico y lo prodigioso arrastran primero la imaginación y la voluntad antes de lanzar a los hombres a las nuevas rutas [...]. De esta forma se preparó el despertar de una conciencia geográfica [...]; con el sentimiento de la naturaleza surgió el deseo de aclarar los misterios y enigmas de las últimas tierras desconocidas”. Así que no sé si es una cuestión de justicia o un impulso de sensibilidad o un afán de entretenimiento lo que me ha llevado a realizar este viaje verniano y a mirar como geógrafo profesional unas novelas de aventuras cuyo conjunto, aunque recorre el mundo y lo describe o lo inventa, no pretende ni estar estructurado como una geografía universal ni como un tratado ni siquiera como cuadro veraz. Verne nunca pensó en tales cosas, sino en proponer unos paisajes literarios y en suscitar con ellos un interés mayor por los geográficos. Y también en educar, no sólo en instruir –incluso más que en instruir–, porque en su trato con la Tierra, de tantas maneras exigente, los personajes siempre se forman como personas.

Hemos charlado mucho a lo largo del tiempo de escritura de este libro con Paganel y con Narkin, con los grumetes y los náufragos en su propios terrenos, ante sus panoramas, pie a tierra, en las copas de los árboles, en las cuevas, en la cubierta de un barco, en la barquilla de un globo, en el carro de un saltimbanqui, y hemos aprendido mucha geografía que no estaba recogida en atlas ni manuales. Con ello también inscribimos a Verne una vez más en la nómina de los colegas ilustres, más allá de las listas académicas ceñidas a sus censos, e incluimos definitivamente sus asombrosas regiones en lo que debe seleccionarse como objeto notable del goce y del saber geográfico, que no tiene por qué ceñirse a lo corriente y excluir lo maravilloso. A fin de cuentas, lo que importa es cuánta geografía docta se hubiera beneficiado de poseer una capacidad de sugestión como la verniana y cuántas gentes sabrían más de la Tierra si el ejercicio de tal facultad sugerente hubiera estado más difundido. Siempre es momento para aprender también a comunicar.

Pero además, claro está, hay muchos más Vernes que el que puede acotarse desde la geografía y que han merecido otros ensayos, artículos y libros con estudios y biografías, sobre todo por sus ficciones, argumentos, personajes, ideas, símbolos, inventos, anticipaciones y aventuras. Por sus aportaciones más famosas o por su evolución como escritor. El hecho es que todo se mezcla en el Verne final y que, cuando desglosamos o resaltamos un aspecto, el resto de los ingredientes sigue apareciendo, porque su obra es un conjunto y, en ella, todo está unido y mutuamente apoyado. Esos otros escritos nos enseñan también el escenario personal, vital, literario y reflexivo desde el que se hizo la geografía verniana. Nosotros sólo hemos extendido el mapa y, como los antiguos que rotulaban en él, por ejemplo, hic sunt leones, hemos puesto sobre la hoja, siguiendo al novelista: aquí hay bosques y aquí desiertos. Eso es este libro, viejos rótulos sobre un mapa sin tiempo. Y, por asentarse en la inspiración de un artista –que es lo que Verne era y quería ser–, es también una consideración sobre lo que Calabrese llamaba “geografía de autor”, producción no frecuente que implica una fuerte influencia personal en la obra, y que consecuentemente adquiere la voluntad, el contenido y la estética que son propios del arte. En este caso es sólo un punto en el infinito. Todas las posibilidades estaban y siguen abiertas. Verne construyó una materia concreta en una línea personal definida, a la espera de nuevas sorpresas mientras vivió, cerrada cuando dejó de escribir. Aquí únicamente hemos entrado en su despacho y ordenado sus mapas y textos a nuestro modo, como si fueran parte de una Historia Natural ingente y creativa.

Si hubiera que decantar una tesis en este ensayo –cosa que no pretendo–, ésta consistiría en que el mapa es la fuente específica de inspiración y el instrumento narrativo esencial de muchas de las novelas de Verne. Y, por tanto, que su acompañamiento en la edición y en la lectura es fundamental para la comunicación adecuada de las aventuras que arrostran en tales obras sus personajes. Del mismo modo, su seguimiento por el lector es clave para que éste pueda absorber en esos libros con integridad, concreción y orden sus argumentos. Entonces, el mapa es el guía indispensable de la trama o incluso el mismo asunto.


En un ensayo geográfico como éste no hemos tenido, por tanto, la intención de entrar a fondo, sino acaso sólo la de hacer insinuaciones, en cosas quizá sustanciosas que han tratado con solvencia otros autores, como su capacidad fabuladora, su estilo literario, su estructura argumental, sus recursos históricos, sus anticipaciones e inventos, la ciencia y la técnica, sus optimismos y pesimismos respecto al hombre, que varían en el tiempo, sus opciones políticas, sus ideas sobre los salvajes o sobre el urbanismo, sus actitudes, sus simpatías y antipatías nacionales y sus simbologías expresas y ocultas. Antes indicamos el interés de su geografía descriptiva, de la que se podría extraer un posible cuadro antológico testimonio de su mundo. Hay también geopolítica en Verne, a veces explícita y en ocasiones implícita, mezclada con esas filias y fobias nacionales, con las estrategias coloniales y con la liberación de los pueblos oprimidos por los imperios (por ejemplo, el otomano). Por supuesto Francia, más los Estados Unidos de Norteamérica y Rusia son sus naciones favoritas, mientras que Inglaterra y Alemania son consideradas con acidez e incluso con reproches acusatorios. Un libro interesante en este sentido fue el publicado por J. Chesneaux, Una lectura política de Jules Verne, que sacó Siglo XXI en 1973, donde se hacen ver las coincidencias entre los relatos de nuestro escritor y los acontecimientos políticos de su tiempo. Pero, como todo esto y algo más es también posible e interesante extraerlo de su literatura, el lector debe saber ahora que, al acabar este libro, no ha llegado a puerto sino que sólo está reparando el casco y los mástiles de su velero en una isla de paso, tras tantas tormentas: aún le quedan muchos horizontes a los que dirigir su barco con otra tripulación. En el cuadro que representa nuestro paisaje final verniano quedan por pintar las figuras y por añadir algunos parajes. Pero nuestro esbozo geográfico o exposición de los elemento terrestres que dibujan el mapa de su mundo lo damos aquí por terminado.

Esos paisajes que hemos visitado y que representan lo esencial de la Tierra de Verne tienen montañas que sugieren la mejor belleza del Planeta, cuevas que brillan como diamantes, volcanes en erupción que asombran a sus espectadores, regiones heladas donde se encuentra la poesía de la desolación, mares hermosos y crueles que complacen a sus marinos y torturan a sus náufragos, islas donde aprender a ser hombres o donde dejar de serlo, ríos que marcan caminos difíciles hacia fuentes perdidas, bosques que guardan secretos sin tiempo, desiertos sin concesiones hacia quienes penetran en ellos, ciudades que son como panales segregados por los hombres-colmena donde nuestros ideales y perversidades se manifiestan directamente, caminos que unen las regiones y los continentes para su mejor comprensión y bonanza o surgidos de la voluntad del caminante, el aire que nos rodea y preludia el despegue del suelo, y el cosmos, finalmente, que descubre nuestra insignificancia y nos llena de soledad en medio de un infinito desconocido. La naturaleza entera es a la vez maravilla, recurso, obstáculo y máquina indiferente –con sus fuerzas, reglas, caos o desenfrenos– a la circunstancia de su habitante.

Cabe añadir una observación temporal que me permito dividir en las siguientes etapas de sus aportaciones geográficas:

1. Etapa de la apertura de un horizonte

En la inicial producción de Verne hay un cambio hacia lo que sería lo esencial de su obra en 1855 con su invernada entre los hielos, donde la aventura en la naturaleza domina el argumento. El 1862 es significativo de su admiración por Poe el ensayo que dedica a este escritor. Al año siguiente aparece ya el gran viaje de exploración por el mundo de la expansión colonial africana y también un atisbo de sus visiones futuristas, sociales y urbanas.

2. Etapa de los grandes protagonistas

En 1864 y 1865 acude a los dos extremos, al centro de la Tierra y a la Luna, sin dejar, en 1866, el paisaje y la epopeya del ártico con uno de sus grandes personajes, Hatteras. Los hijos del capitán Grant dan la vuelta al mundo con Paganel en una obra muy marina en 1868. Su evidente interés por la historia de las exploraciones se plasma desde 1870 en una publicación específica. Pero el mar vuelve ese año en otra de sus mejores creaciones, el viaje submarino, con otro gran protagonista verniano, Nemo. Y sigue en el año siguiente; también en 1875 con la tragedia y el naufragio o con los hombres que se rehacen ante la adversidad; y en 1878 con el tesón y valentía de su capitán de quince años. En 1872 retorna a África y en 1873 al Ártico e incluso a una nueva vuelta al mundo, la más celebrada. En 1876 se centra en Rusia y Siberia con su tercer personaje sobresaliente, Strogoff. Esta etapa es sin duda la de Lidenbrock, Hatteras, Paganel, Nemo y Strogoff.

3. Etapa de los exploradores y robinsones

En 1877 sale Verne a hacer unas elipses por el sistema solar y vuelve sin que nadie se haya percatado de la ausencia de sus héroes. En 1879 retorna a la geografía urbana con especial contundencia en un giro reflexivo y acusador. Los mares siguen siendo, sin embargo, su horizonte en 1883, 1884 y 1885; los robinsones toman cuerpo ejemplar de nuevo en sus novelas en 1882 y 1888; los ríos en 1881, 1889 y 1898; el aire en 1885… De este modo Verne prosigue en sus escenarios de siempre, pero emprende también exploraciones en otros campos complementarios o nuevos, incluidos los de los comportamientos.

4. Etapa de la esfinge

Esta fase final es compleja. En 1889 plantea Verne otro paisaje futurista y urbano, desasosegante. Entre 1890 y 1892 retoma la novela de viajes, uno de éstos a la antigua, en carreta, con las peripecias y el ritmo que imponen los terrenos, y otro a la moderna, en tren, con el terreno vencido. En ese mismo año 92 explora la atmósfera gótica del castillo de los Cárpatos. En 1894 con Antifer y en 1898 con su excéntrico juega a los mapas con el lector: otro modo de instruir deleitando. En los años 95 y 96 hace sus planteamientos urbanos con poca fe en el progreso social e incluso hace intervenir las maquinaciones del mal. Tiene un nuevo máximo literario en La esfinge de los hielos en 1897, con la reunión del Polo Sur y Poe cargados de toda su potencia. El mar y los robinsones no le dejan aún en 1901 y 1900. En 1901 cierra sus paisajes con selvas que pueden guardar la solución al misterio del origen del hombre, y en 1905 ya aparece retocado su faro del fin del mundo, con un punto intenso de crueldad que desconecta del Verne de siempre y que preludia los arreglos que hizo su hijo en sus libros póstumos. Pero incluso en éstos sigue destellando la inspiración de Jules Verne con una luz inequívoca.

Me complace añadir un elogio a los ilustradores de las novelas de Verne, a los que se han dedicado diversos trabajos que están recogidos por Arthur B. Evans en un artículo titulado The Illustrators of Jules Verne’s Voyages Extraordinaires, publicado en Science-Fiction Studies, XXV: 2, Julio 1998, pp. 241-70, al que se puede tener acceso por Internet. Nos sitúan tales dibujantes en su momento, en su estilo, definen los personajes, los lugares, los barcos y aparatos diversos, los ambientes, trajes, casas, trenes. Quienes hemos leído buena parte de estos libros con esas ilustraciones no podemos dejarlas de lado, pues son parte sustancial de ellos; si añadimos sus mapas, ése es nuestro Verne. Si evocamos el Polo, ése es nuestro Polo. Hemos proyectado esos grabados sobre la realidad y a veces vemos ésta como una ilustración de una página verniana.

No es nuestro objeto analizar aquí a sus autores ni a sus obras, aunque lo merecen, pero sí al menos mencionar que, aparte del placer que otorga la contemplación de tales láminas, ellas nos han inculcado también, y hasta de modo primordial, los paisajes descritos por la prosa de Verne; diría que constituyen (o complementan) el verdadero Verne en la memoria casi tanto como lo escrito, porque concretan y fijan ante los ojos, como puntualiza Evans, los personajes, los lugares, la acción y el documento geográfico. Si hay incluso un mapa propio de la novela, por simple o antiguo que pueda ser, ése es el mapa de tal historia, no cualquier otro mapa. Verne está dibujado a plumilla con tinta china, o acaso a media tinta, y grabado en blanco y negro, y a veces con láminas mayores coloreadas. Nemo, Paganel, Hatteras o Strogoff tienen, gracias a estas ilustraciones, su figura, la esfinge de los hielos su forma, el mar sus tormentas, el cañón de la ciudad de acero su dimensión, el tren de Bombarnac el ambiente de su interior y los paisajes que rodean su trazado, Samarcanda sus tonos. En conjunto, desde los sombreros de los personajes a las representaciones de los lugares, pasando por los veleros del océano o las máquinas de los inventores, la ilustración verniana es un mundo, o una expresión de ese mundo que hemos llamado el planeta Verne, la más acertada y propia. Hay tanta edición popular de Verne sin figuras, sin mapas, o con otros ilustradores tardíos en publicaciones para niños, que constituye una verdadera posesión de lo auténtico y de sus calidades reencontrar las viejas ilustraciones, las que tienen explícita la marca del tiempo.

Es decir, tal como Verne, Hetzel y sus dibujantes quisieron que fueran editadas las novelas que contaron cómo era la Tierra o, mejor, esa Tierra pasada por el alambique y la imaginación de su escritor por excelencia. Porque el logro final, el libro impreso, ilustrado, encuadernado, fue una empresa editorial compleja, con diversas manos, con una suma de colaboradores puestos a conseguir el producto final, a botar el buen barco –bien construido, bien adornado– entre todos y alrededor del autor, para su mejor, más certera y más placentera navegación. Las cartas intercambiadas entre el editor, el escritor y los dibujantes muestran el interés de todos ellos en perfeccionar esa colaboración en cada figura. Y así, quienes plasmaron en imágenes las historias, los dibujantes y grabadores, tienen un significado muy especial en la expresión acabada de tal resultado.

Al concluir este libro me gustaría recordar a Pío Baroja por su simpatía a nuestro escritor. Puede valer como ejemplo cuando uno de los protagonistas de La dama errante, geólogo y excursionista, recomienda la lectura de las obras de Verne, considerando especialmente graciosa la caricatura de uno de sus personajes científicos. Pero es más penetrante la referencia que hace en sus Aventuras, inventos y mixtificaciones de Silvestre Paradox: siendo Silvestre niño y residente en Pamplona, encontró un estímulo a su carácter libre en la lectura de “Robinsón, y dos tomos de las novelas de Julio Verne y Maine Reid”. Paradox escondía las novelas para que no se las quitara su familia, pero “durante las horas de estudio las solía estar leyendo, con gran asombro de sus tíos, que le miraban por el agujero de la llave y creían que estudiaba. Llegó su cinismo a ir a la iglesia con un tomo de Robinsón Crusoe, que tenía una pasta parecida a un libro de misa, y pasarse en compañía de Robinsón y del negro Domingo desde el Introito hasta el ite missa est”. Dejando de lado lo de llamar Domingo a Viernes, que corresponde a una versión doméstica de Robinsón, Silvestre se dedicó entonces a la exploración de los arrabales y alrededores de la ciudad, figurándose “estar en las islas fantásticas y dominios espléndidos ideados por sus autores favoritos”. Naufragó en un cajón que metió en el río, fabricó pemnican polar con comida casera, tejió una cuerda de bramante, ascendió con ella a un monte cercano, compró un cuaderno para llevar su diario, dibujó planos y construyó maquetas de barcos a los que bautizó como NautilusAstrolabioCapitán Cook. ¿Qué habría sido de todos los Silvestres Paradox que habitamos este mundo si no hubiéramos tenido un Verne que nos incitara a soñar, como bien dijo Baroja, con los “exploradores de los países helados”?

(*) Eduardo Martínez de Pisón (Valladolid, 1937) es Catedrático Emérito de Geografía de la Universidad Autónoma de Madrid, además de escritor y montañero. Es especialista en Geografía Física, campo en el que ha realizado la mayor parte de su investigación, publicaciones y docencia. Este texto pertenece al epílogo de su libro La tierra de Julio Verne. Geografía y aventura, de la editorial Fórjala.

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